Aunque el papel de comunicador tradicionalmente está asociado a la
figura del periodista, no es el único que desempeña esta función. Los políticos
también lo hacen y el investigador Rafael Yanes [1]
ha establecido un decálogo de principios al que deberían atenerse en el
ejercicio de esta misión. Lo que debe ser una comunicación política cívica
tiene una íntima relación con estos ítems:
- Toda comunicación política debe estar basada en
el principio ético de servicio a la ciudadanía, por lo que siempre tendrá
un escrupuloso respeto a la verdad.
- Se pueden esgrimir argumentos de duda razonable
sobre un hecho cuando exista un soporte racional que lo sostenga, pero es
inaceptable falsificar la realidad.
- El comunicador político deberá creer honestamente
en el contenido de su mensaje.
- Los datos cuantitativos que se introduzcan en una
argumentación deberán ser rigurosamente exactos.
- Cuando un comunicador político se refiera a su
adversario, deberá hacerlo con respeto, aunque es admisible un juicio de
valor sobre su actividad pública.
- Nunca podrá hacerse referencia a la vida privada
de un rival político.
- Toda crítica que suponga poner en duda la
honestidad de una persona deberá estar documentada con precisión.
- Es admisible destacar aquellos aspectos de la
realidad que se consideren
favorables, al igual que desdeñar aquellos otros que no lo sean.
- Se evitará la utilización de recursos que apelen
a la emoción de forma irracional.
- Es intolerable el uso de mensajes de
discriminación por razón de sexo, raza o religión.
Salvo por el punto 8, este decálogo es un tratado de buenas
intenciones difícilmente encajable en la forma de hacer política actual (o de
siempre), pues presupone unos principios de extraordinaria rectitud en los
políticos. El punto octavo ‘autoriza’ al comunicador a ocultar la realidad
negativa que rodea al ciudadano y, eso, no parece ni ético ni cívico y no
marida bien con el ítem 1, en el que Yanes aboga por “un escrupuloso respeto a
la verdad”.
Yanes defiende la versión aristotélica de la persuasión para
diferenciarla de la manipulación. La primera es admisible en el comunicador,
pero, la segunda, no. El autor escribe: “Como en todo juicio, a ninguna parte
se le debe exigir que hable en contra de sus intereses. Se le puede requerir
para que no diga falsedades, pero no para que argumente en perjuicio de las
posiciones que defiende. Puede callar aquellos datos que no le son favorables y
destacar, incluso exageradamente, los que le convienen. Sus adversarios se
encargarán de completar la información al ciudadano, que es el jurado que
dictamina con la sentencia final en las urnas. La persuasión es útil y
necesaria, y sin ella no es posible entender al debate político. (…) la defensa
de la persuasión en la comunicación política de un estado democrático debe
estar siempre basada en la tesis aristotélica”.
En esta misma línea Yanes explica que “el receptor de un mensaje político pone
en marcha de forma inmediata los mecanismos de defensa que utiliza cuando se
encuentra ante un anuncio publicitario. Lo percibe sabiendo que es sólo una
parte de la verdad, y lo acepta como tal. Atiende a todos los mensajes y saca
sus propias conclusiones. Toda esa pluralidad de comunicaciones persuasivas de
los políticos constituye la esencia de una sociedad democrática”.
[1]
YANES, R., "Límites éticos del mensaje persuasivo en la comunicación política", en ZER, vol. 11, 2006, p. 68. http://www.ehu.es/zer/hemeroteca/pdfs/zer20-03-yanes.pdf
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