Es un gran tipo, un buen amigo de la infancia que, con el paso de los años, se ha convertido en un abogado de familia magnífico. Hace unos días, Mario Raya me mandó un correo electrónico que, con su permiso, expongo aquí para hablar sobre algo muy importante para los oradores. Me cuenta que la semana pasada lo invitaron a una jornada sobre la Ley del Aborto, un compañero del gremio le pidió a última hora que se preparase algo para acercar a los ciudadanos esta polémica norma. Mario estaba inmerso en una montaña de papeles y de trámites pendientes pero fue incapaz de decirle que no a su compañero. La jornada de Derecho ya empezaba mal.
Mario: “Hola, ¿qué tal Juan Diego? ¿Cómo va la cosa? Te escribo este email para contarte lo que me ocurrió el otro día. Me preparé un discurso a petición de mi colega Alfredo sobre la Ley del Aborto. La idea era informar sobre sus entresijos, pero quise darle un toque personal a la intervención, es decir, ofrecí mi opinión sobre esta ley tan controvertida. La cuestión es que en ningún momento me dijeron qué personas formaban parte del público y yo tampoco lo pregunté. Ya sabes que no soy un experto en la materia y se me pasó preguntarlo. Lo mío son los despachos”.
No soy adivino, pero ya se veía venir lo que le pasó al pobre Mario. Continúa así su relato: “Me documenté sobre el tema, definí mis ideas clave y expliqué de forma contundente por qué estoy en contra de esta ley. Cuando entré en la sala ya me percaté de mi primer error: no pregunté por el público. El auditorio estaba compuesto por unas cien personas, la inmensa mayoría mujeres jóvenes pertenecientes a organizaciones de tendencia progresista (de esto, lógicamente, me enteré demasiado tarde). Mi exposición fue excesivamente crítica con la Ley del Aborto, creo que la expliqué bien pero no me limité a informar, también la desmonté. Como no pude ensayar el discurso, simplemente lo leí y apenas pude mirar al público y comprobar qué decían sus caras. Vamos que… cuando llegué al turno de preguntas, me machacaron. Fue una jornada para olvidar. Mis palabras resultaron incendiarias, una auténtica provocación”.
El email de Mario continúa, pero esto es lo más importante. ¿Qué le pasó a mi buen amigo? Él mismo lo dice. Antes de documentarse y de elegir las ideas centrales de un discurso hay que saber a quién te diriges: edad, sexo, opinión sobre el tema que abordarás, nivel de conocimiento sobre el asunto, lugar de procedencia, etc. El discurso debe adaptarse en algunos aspectos esenciales al tipo de público. En el caso de Mario, el auditorio era mayoritariamente afín a la Ley del Aborto. El discurso fue demasiado duro, sobre todo, si tenemos en cuenta que los organizadores de la jornada sólo buscaban facilitar información al público. ¿Esto quiere decir que no debemos decir lo que pensamos? No, en absoluto, pero hay que tener presente que Mario no participaba en un debate electoral, se trataba sólo de una jornada ‘blanca’. Es correcto que dé su opinión, pero no era necesario abrir un debate tan encarnizado y alejado de la asertividad. En estos casos, lo mejor es dar la opinión hostil en la zona intermedia del discurso; no lo hagas al principio (que es cuando te prestan más atención) ni al final (que es lo que más se recuerda).
Por otra parte, se preparó el discurso sin tiempo (a veces, es mejor declinar la invitación, aunque sea de un amigo) y no pudo interiorizar partes esenciales del texto, por lo que tuvo que leerlo todo. Esto le impidió controlar con su mirada el lenguaje no verbal del auditorio. Si notas que el público rechaza lo que estás diciendo, si te percantas de que lo estás enfureciendo en una jornada de este tipo, mejor cambia de rumbo, suaviza el mensaje hostil.
Es cierto que, en muchas ocasiones, resulta difícil averiguar qué tipo de público tendrás, pero éste no era el caso. Siempre hay que hacer el esfuerzo de conocer al auditorio y de adaptar el discurso a su perfil, lo cual no está reñido con mantener los principios que uno defiende. Mario tuvo un mal día, pero aprendió una gran lección.
Mario: “Hola, ¿qué tal Juan Diego? ¿Cómo va la cosa? Te escribo este email para contarte lo que me ocurrió el otro día. Me preparé un discurso a petición de mi colega Alfredo sobre la Ley del Aborto. La idea era informar sobre sus entresijos, pero quise darle un toque personal a la intervención, es decir, ofrecí mi opinión sobre esta ley tan controvertida. La cuestión es que en ningún momento me dijeron qué personas formaban parte del público y yo tampoco lo pregunté. Ya sabes que no soy un experto en la materia y se me pasó preguntarlo. Lo mío son los despachos”.
No soy adivino, pero ya se veía venir lo que le pasó al pobre Mario. Continúa así su relato: “Me documenté sobre el tema, definí mis ideas clave y expliqué de forma contundente por qué estoy en contra de esta ley. Cuando entré en la sala ya me percaté de mi primer error: no pregunté por el público. El auditorio estaba compuesto por unas cien personas, la inmensa mayoría mujeres jóvenes pertenecientes a organizaciones de tendencia progresista (de esto, lógicamente, me enteré demasiado tarde). Mi exposición fue excesivamente crítica con la Ley del Aborto, creo que la expliqué bien pero no me limité a informar, también la desmonté. Como no pude ensayar el discurso, simplemente lo leí y apenas pude mirar al público y comprobar qué decían sus caras. Vamos que… cuando llegué al turno de preguntas, me machacaron. Fue una jornada para olvidar. Mis palabras resultaron incendiarias, una auténtica provocación”.
El email de Mario continúa, pero esto es lo más importante. ¿Qué le pasó a mi buen amigo? Él mismo lo dice. Antes de documentarse y de elegir las ideas centrales de un discurso hay que saber a quién te diriges: edad, sexo, opinión sobre el tema que abordarás, nivel de conocimiento sobre el asunto, lugar de procedencia, etc. El discurso debe adaptarse en algunos aspectos esenciales al tipo de público. En el caso de Mario, el auditorio era mayoritariamente afín a la Ley del Aborto. El discurso fue demasiado duro, sobre todo, si tenemos en cuenta que los organizadores de la jornada sólo buscaban facilitar información al público. ¿Esto quiere decir que no debemos decir lo que pensamos? No, en absoluto, pero hay que tener presente que Mario no participaba en un debate electoral, se trataba sólo de una jornada ‘blanca’. Es correcto que dé su opinión, pero no era necesario abrir un debate tan encarnizado y alejado de la asertividad. En estos casos, lo mejor es dar la opinión hostil en la zona intermedia del discurso; no lo hagas al principio (que es cuando te prestan más atención) ni al final (que es lo que más se recuerda).
Por otra parte, se preparó el discurso sin tiempo (a veces, es mejor declinar la invitación, aunque sea de un amigo) y no pudo interiorizar partes esenciales del texto, por lo que tuvo que leerlo todo. Esto le impidió controlar con su mirada el lenguaje no verbal del auditorio. Si notas que el público rechaza lo que estás diciendo, si te percantas de que lo estás enfureciendo en una jornada de este tipo, mejor cambia de rumbo, suaviza el mensaje hostil.
Es cierto que, en muchas ocasiones, resulta difícil averiguar qué tipo de público tendrás, pero éste no era el caso. Siempre hay que hacer el esfuerzo de conocer al auditorio y de adaptar el discurso a su perfil, lo cual no está reñido con mantener los principios que uno defiende. Mario tuvo un mal día, pero aprendió una gran lección.
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